Su nacimiento se remonta a los años
finales del siglo II, antes de este momento, la población que se había
convertido al cristianismo enterraba a sus difuntos en las áreas paganas, bien
en sepulcros individuales, bien en lugares pertenecientes a una familia o a una
asociación funeraria [1].
La necesidad de tener áreas para uso sólo de la
nueva comunidad sería posterior, que por motivos varios, como pueden ser
el querer disponer de espacios sólo para ellos (para poder celebrar los ritos
funerarios), el querer construir un colectivo religioso compacto y solidario (intentar garantizar para todos un
enterramiento cristiano). O bien el hecho de que el enterramiento se realizaba por inhumación, conllevó la necesidad cada vez mayor de terreno, con el consecuente aumento del precio de este (las áreas más cercanas
a la cuidad eran las más solicitadas, o aquellas que poseían una posición estratégica, por ello estas eran también las más caras), y si se pasaba a la forma de
enterramiento subterráneo, se podía obtener este de forma mucho más barata y
además con un espacio amplio e “ilimitado”.